EL miedo a crecer
Ese del que carecen los niños y la mayoría de los jóvenes, muchos adultos lo adquieren en algún momento de su vida.
Suele pasarles cuando creen que han llegado a algún lugar que se merecen y no están dispuestos a perderlo.
Y desarrollan la creencia de que hay alguna manera de hacerlo.
Entonces quieren congelar el tiempo.
En el ser, el parecer o el saber.
Y comienzan a valorar lo que saben más que lo que ignoran.
Y las fotos de ayer más que los paisajes de mañana.
Y lo que fueron más que lo que pueden o desean ser.
Y probablemente como un corolario sorpresivo de la situación, dejan de desear.
Porque comienzan a dudar de su propia capacidad de enfrentar con éxito lo que la vida, inexorable y también piadosamente seguirá ofreciéndole.
Entonces quizás, intentan fijarse en el modelo físico en donde más poderosos se sienten o sintieron o parecieron.
Y comienzan a repetir las recetas que los pusieron en el lugar en que se encuentran y que, quizás lo ignoren, ya nos los sacarán de allí, del espacio tiempo en donde se encuentran.
Porque mientras ellos se detienen a costado del camino a mirar el paisaje para ubicarse y miran por el espejo retrovisor para paladear cuanto han avanzado, al levantar la vista percibirán que ya no reconocen lo que los rodea.
Porque lo que los rodea es distinto a lo que conocen y creen saber “controlar”.
Y más aún, está escrito en un código que desconocen.
Y muchos de ellos se encierran en la esperanza de dichos del tipo:
“Siempre que llovió, paró”
Y que llegará el momento en que volverán a estar a la altura de las circunstancias.
Porque para algo ellos se esforzaron tanto en llegar donde llegaron.
Sin embargo todo parecería indicar que las cosas no van a volver a ser nunca como “eran”.
Porque inclusive si así ocurriera, quien las observa ya no sería el mismo y probablemente no sería el mismo y no las reconociera ni saboreara como lo hacía antes.
Y lo que es peor, ya no hay bibliotecas donde consultar para encontrar la certeza.
Cada año los premios Nobel científicos nos traen cambios sustanciales a lo que hasta ayer era considerado una verdad irrefutable.
Y cuando eso no ocurre, en otro dominio absolutamente distinto, no creo que nos resultara sencillo sentarnos a intercambiar opiniones con aquellos que si viven en un mundo sin contradicciones y degüella a todo aquel que no renta un piso en el mismo edificio.
Porque lo que les cuesta entender a todos aquellos que, en empresas, familias, escuelas o religiones, pretenden parar el tiempo, es que para la mayoría de nosotros el acceso al universo regido por la dicotomía “verdad - mentira” nos está vedado.
Y que la “verdad” es una decisión que otros tomaron por nosotros
Que si no lo estuviera, tampoco tendríamos herramientas para distinguirlas si no fuera con ayuda de alguien y que por lo tanto el congelamiento de la percepción alrededor de una opinión o un juicio (o un conjunto de ellos) será siempre arbitrario.
Lo cual, en el aquí y ahora y en nuestro mundo “de a pie” nos pone y los pone a todos en un universo más laxo.
Con menos ángulos rectos y círculos perfectos.
No porque no los haya.
Sino porque carecemos de las herramientas para percibirlos.
Es el mundo donde el mañana puede ser elegido para crecer o desarrollarse.
O encerrarse y hacer crujir los dientes de frustración
Sintiendo el miedo que cada uno decida y usándolo para lo que mejor le caiga.
Pero siempre será incierto mientras no tengamos claro que hacer con él.
Porque hace algún tiempo que pienso que los que le temen al futuro es porque están en el futuro de otro y para los que, entonces, todo es incertidumbre.
Jamás le teme al futuro aquel que lo construye cada día y se hace responsable por él.
Podrá salirle mal, pero siempre está a tiempo para hacer las correcciones necesarias.
Al fin y al cabo es su tiempo y su vida y hace con ellos lo que desea.
Hasta la próxima